Sádico fetiche derechista, sí, ¿y qué?
“Celebración de la tortura”. “Justificación de la tortura”. “Apología de la tortura”. “Fetichista”. “Sádica”. “Derechista”.
Y la guinda: “Fascista”.
Estos son solo algunos de los calificativos que periodistas, políticos e intelectuales han dedicado a La noche más oscura, la película en la que la directora Kathryn Bigelow narra con vocación documentalista y obsesión neurótica por el detalle la caza y ejecución de Osama Bin Laden por parte de la CIA y los cuerpos de operaciones especiales del ejército de los EE UU. Diez años de investigaciones tortuosas, derrotas parciales, callejones sin salida, errores absurdos y victoria final de los servicios secretos estadounidenses que Bigelow ha condensado en dos horas y media de cine con mayúsculas. Cine del que se incrusta en las tripas del espectador desde el primer minuto de la película y no lo suelta hasta mucho después de que se hayan encendido las luces de la sala. Porque La noche más oscura es una película-universo que esconde en su interior no ya una reflexión puntual sobre un hecho histórico determinado, sino una cosmovisión entera. Puro cine panóptico capaz de explicar por sí solo un imperio, el estadounidense, y el cénit de su era. De su Zeitgeist, si lo prefieren. Como en su momento lo hicieron El Padrino, Pozos de ambición o Centauros del desierto. Son afirmaciones arriesgadas, es cierto. Pero la referencia a tres de las mejores películas de la historia del cine no es gratuita. Así de redonda es La noche más oscura. Cuando dentro de 200 o 300 años se explique cómo eran y cómo pensaban los EE. UU., cuáles fueron las razones de sus éxitos y de sus fracasos, cómo surgió y se consolidó y triunfó y se derrumbó la primera hiperpotencia de la historia de la humanidad, esta será una de las películas que se utilice como material de estudio. Porque Maya, la agente de la CIA interpretada por Jessica Chastain, es EE. UU.
La noche más oscura se abre con una pantalla en negro. Durante un minuto solo se escuchan las voces entrecortadas y agónicas de algunas de las víctimas de los atentados del 11-S mientras imploran ayuda por teléfono a los servicios de emergencia neoyorquinos. Entre ellas la de una mujer en el preciso instante en el que adquiere conciencia de que va a morir abrasada y de que la persona que está al otro lado de la línea no va a poder ayudarla. El efecto en el espectador es angustioso y devastador, muy superior al que habría provocado Bigelow si se hubiera limitado a insertar imágenes de los aviones estrellándose contra las Torres Gemelas. Cuando la voz de la mujer se apaga, la pantalla se ilumina y el espectador se encuentra, dos años después del atentado, en el interior de la sala de interrogatorios de una de las cárceles secretas de la CIA. Un terrorista va a ser torturado en ella.
La elipsis no es inocente. Como la famosa escena de 2001. Una odisea del espacio en la que un hueso lanzado al aire se convierte en una nave espacial en órbita, la transición desde la pantalla en negro a la sala de tortura resume buena parte del mensaje de la película. La lectura de esa elipsis no puede ser más obvia. Bigelow está diciéndole al espectador que el recurso a métodos de interrogatorio excepcionales, entre ellos la tortura, fue consecuencia de los atentados del 11-S. Está diciendo que esos métodos excepcionales encuentran su justificación en el salvajismo excepcional demostrado por los terroristas.
¿Tienen razón los que, como Naomi Wolf en esta carta abierta a Bigelow publicada en el diario británico The Guardian, acusan a la directora de La noche más oscura de justificar la tortura? Dice Naomi Wolf en su carta que “la película convierte en héroes y heroínas a personas que cometieron crímenes violentos contra otras personas basándose únicamente en su raza”. Es una acusación simplista. Pero vayamos por partes.
Es obvio que la película convierte en héroes a los agentes de la CIA y a los soldados de las fuerzas especiales. Pero no por torturadores, sino por haber cazado a Osama Bin Laden tras una búsqueda de casi 15 años no exenta de frustrante politiqueo. De hecho, fue el demócrata Barack Obama el que reactivó y convirtió la búsqueda de Bin Laden en una prioridad en 2009, cuando la investigación agonizaba y muchos en la CIA habían perdido ya la esperanza de encontrarlo. Incluso se especulaba por aquel entonces con la posible muerte del líder de Al Qaeda por razones naturales. Como explica el periodista estadounidense Tim Weiner en su libro Legado de cenizas. Historia de la CIA, entre 1998 (fecha de los atentados terroristas contra las embajadas estadounidenses de Nairobi y Dar es Salaam) y 2001 (fecha de los atentados contra las Torres Gemelas), los EE. UU. conocieron casi a diario la localización de Bin Laden, a veces con un margen de 80 kilómetros y a veces con un margen de poco más de una decena de metros. Al menos 15 soldados de las fuerzas especiales fueron asesinados, algunos de ellos traicionados por la ISI (Inter-Services Intelligence), el mayor de los tres servicios secretos y de inteligencia paquistanís, o heridos durante las misiones de entrenamiento que se llevaron a cabo para preparar el asalto al refugio de Bin Laden. Durante esos tres años, el ataque contra Bin Laden fue frenado repetidas veces por comandantes del Pentágono o por la misma administración Clinton desde la Casa Blanca por razones de oportunidad política.
Bigelow, por otro lado, no muestra en La noche más oscura a ningún detenido siendo torturado por su raza. Los torturados en la película lo son por delitos concretos: financiación de atentados terroristas, ejecución de esos mismos atentados, cooperación necesaria o tareas logísticas de todo tipo. En la vida real las cosas ya fueron otro cantar. Como bien explica Naomi Wolf, la CIA cometió errores colosales durante la investigación. Por ejemplo, la detención y tortura del alemán Khaled el-Masri, un inocente al que la agencia confundió con Khaled al-Masri, este sí terrorista. Algo que, es cierto, ni siquiera se menciona en La noche más oscura. Wolf acaba comparando a Bigelow con Leni Riefenstahl, la propagandista del nazismo cuyo nombre sale a colación cada vez que una película plantea uno de esos dilemas morales que lo políticamente correcto preferiría esquivar. Y remata su carta con una amenaza gitana en toda regla: “Como Leni Riefenstahl, eres una gran artista, pero serás recordada como la lacaya de la tortura”.
Lo que más ha parecido molestar en determinados círculos no es ya la sospecha de que Bigelow ha justificado la tortura, algo que la directora y su guionista, Mark Boal, han negado en varias entrevistas, sino el hecho de que esta se muestre en pantalla con una sobriedad casi periodística. De que Bigelow no meta la cuña de indignación moral que muchos espectadores se han acostumbrado a encontrar en buena parte del cine contemporáneo. Una leve queja a sus superiores, un romance con el terrorista torturado. Cuando Maya gira la cabeza al principio del filme lo hace más por convencionalismo social que por auténtica indignación moral. Al cabo de apenas unos segundos, es ella misma la que solicita continuar con el interrogatorio y la que entra a cara descubierta en la sala de tortura rechazando el pasamontañas que se le ofrece. Maya no ha tardado ni un minuto en despojarse de su humanidad. Como quien se quita aliviado el chubasquero moral cuando dejan de llover chuzos de punta socialdemócratas. Maya solo gira la cara dos veces más a lo largo de la película: cuando desnudan a un detenido (un reflejo absurdo en el contexto de un interrogatorio) y cuando este se caga encima (por el olor). Así que lo que molesta a Wolf no es que La noche más oscura esté ideologizada, sino que no lo esté. La mirada de Bigelow sobre la tortura es antropológica. Deshumanizada, si lo prefieren. Maya no siente por los terroristas a los que da caza nada ni por asomo parecido a la compasión o al odio… hasta que un atentado talibán le afecta de forma personal y añade a su obsesión profesional por Bin Laden el deseo personal de venganza. Es fácil deducir que en la vida real ningún agente de la CIA acaba siendo enviado a una cárcel secreta en Afganistán si no soporta la visión de un detenido desnudo o torturado. Mostrar a una agente de la CIA con obvios reparos morales frente a las técnicas de interrogatorio aplicadas a los detenidos sería quizá tranquilizador para el espectador pero irreal desde el punto de vista narrativo. Así que el que busque posicionamientos morales explícitos no los va a encontrar. Sí los encontrará implícitos. Porque Bigelow no describe la tortura en La noche más oscura como algo sórdido o vengativo o innecesariamente cruel, sino como un instrumento. Y eso implica un posicionamiento moral muy determinado.
Por ejemplo:
Maya le dice a uno de los terroristas detenidos, después de que este le pida socorro, “puedes ayudarte a ti mismo diciendo la verdad”.
Maya amenaza a un segundo prisionero: “Esta es una prisión especial, de ti depende el trato que recibas”.
Lo cierto es que ningún personaje es torturado de forma gratuita en La noche más oscura. En todo momento Bigelow deja claro que la tortura es un castigo que se aplica por resistirse a cooperar con los interrogadores. Aquellos detenidos que responden de forma sincera a las preguntas de sus captores no son torturados. A lo largo de la película se muestran diferentes técnicas de espionaje y de interrogatorio, desde la tortura física a la psicológica y desde el chantaje (de Maya a uno de sus superiores) a las escuchas telefónicas, el espionaje vía satélite, los seguimientos o los sobornos. Ninguno de los personajes afirma en ningún momento que la tortura haya sido más efectiva o decisiva que el resto de métodos utilizados para llegar hasta Bin Laden. Del mismo modo que ninguno de los personajes afirma nunca lo contrario. Otra cosa es lo que se desprende de ese silencio. La escena más polémica, la única que parece apoyar de forma sutil la tesis de que la tortura funciona, es aquella en la que uno de los terroristas detenidos, un simple contable sin delitos de sangre, le dice a Maya, “le responderé a todo lo que me pregunte, no quiero que vuelvan a torturarme”.
Pero a Bigelow se la acusa no solo de justificar la tortura, sino de regodearse en ella. De fetichizarla. Aquí entramos ya en el peliagudo terreno de la superioridad moral de la izquierda y su afición a manosear la conciencia del prójimo. Quizá convenga desviarse un momento de La noche más oscura para saber de qué hablamos cuando hablamos de dilemas morales.
En el mismo día que escribo este texto se publica en La Vanguardia una entrevista con Joan Tubau, director general de la ONG Médicos sin fronteras. En un despiece de la entrevista se menciona lo que el periodista bautiza como “dilemas de la acción humanitaria”. Esos dilemas consisten en el hecho poco conocido de que los cooperantes de las ONG occidentales suelen pagar a escoltas armados y mercenarios, a los señores de la guerra o a los funcionarios de regímenes corruptos y/o dictatoriales para poder desarrollar con tranquilidad su tarea en áreas de combate o zonas calientes. Esas mismas ONG también suelen callar sobre las atrocidades y los crímenes de guerra de esos mismos regímenes corruptos a cambio del derecho a moverse libremente por los países que estos controlan. He ahí un evidente dilema moral que la izquierda parece haber resuelto a la perfección. También parece haber resuelto a la perfección la izquierda el dilema moral que implica el hecho de que los rescates que se pagan de forma oscurantista a terroristas y secuestradores por la liberación de cooperantes con muy buenas intenciones pero muy escaso cerebro sirvan para pagar las armas y los explosivos con los que esos mismos terroristas y secuestradores reventarán en el futuro trenes, autobuses, mercados u hoteles de Londres, Bombay, Madrid o Islamabad. El reparto de cajas de preservativos o la liberación de una inconsciente que se ha metido por voluntad propia en la boca del lobo justifica el riesgo de que mueran centenares de personas en un atentado terrorista. Bien, ese es un posicionamiento moral muy claro, ¿no es cierto?
Otro ejemplo. No encuentra la izquierda dilema moral alguno en el hecho de que Médicos sin fronteras rechace el dinero que le es donado por los EE UU, un país que dicha ONG considera “un actor beligerante en la guerra contra el terrorismo”. Resulta difícil discernir por qué el hecho de financiar a terroristas o callar sobre determinadas atrocidades a cambio del derecho a repartir unos cuantos sacos de arroz en un par de pueblos somalíes implica un dilema moral menor que el de cómo presionar a un terrorista que conoce dónde, cuándo y cómo se producirá el próximo atentando en el que morirán centenares de inocentes. Porque para la izquierda lo moralmente inaceptable no es ya torturar a ese terrorista, sino el simple hecho de considerarlo un dilema moral o de mostrarlo en una película sin tomar partido de forma explícita. El mismo Tubau afirma en la entrevista de La Vanguardia que “la ayuda humanitaria cuando se lleva a la práctica es algo mucho más complejo y turbio (…) los principios son fundamentales pero los vemos continuamente desafiados por la realidad que se vive sobre el terreno”. Resulta paradójico que aquellos capaces de ver lo “turbio” y lo “complejo” de sus compromisos morales cuando se pretende construir un pozo o repartir cereales en Mali o Níger sean incapaces de percibir lo “turbio” y lo “complejo” de los compromisos morales a los que han de llegar aquellas personas que pretenden evitar un atentado.
En este sentido, es muy representativa de la opinión de la izquierda la crítica del redactor del New Yorker Richard Brody. Dice Brody que “si caes bajo el influjo del filme te conviertes en cómplice de una infernal cadena de sugerencias y asociaciones”. Observen con atención: el pecado no es ya el de torturar a los detenidos, sino el de “caer bajo el influjo del filme”. Brody realiza aquí un triple salto mortal que le lleva, sin detenerse en estaciones intermedias, desde los agentes de la CIA que torturaron a detenidos en Afganistán hasta los espectadores que han pagado una entrada de cine en Madrid o Barcelona y a los que les ha gustado la película. Para Brody, todos somos culpables. Los primeros por torturar y los segundos por “caer bajo el influjo” del filme. Claro que si hemos de zambullirnos de cabeza en el totalitarismo del pensamiento único, qué mejor inquisidora que esta angelical fábrica de certezas morales que es la izquierda. Una izquierda a la que la ejecución de Bin Laden ofende en lo más íntimo de su ser pero a la que no se le ha oído piar ni el más miserable tuit sobre el hecho de que el terrorista más buscado del planeta, alguien que sabía que iba a morir más tarde o más pronto exactamente como murió, a manos de las fuerzas especiales de los EE. UU. o en un bombardeo selectivo, viviera en una casa junto a su familia y algunos amigos: tres hombres, sus respectivas mujeres y más de una docena de niños. Al menos los Navy Seal y los agentes de la CIA que cazaron a Bin Laden no viajaron a Pakistán y Afganistán acompañados de sus hijos y sus mujeres. Si eso no los sitúa en un plano moral superior al de Bin Laden y al de aquellos sofistas (de “sofá”) que se escandalizan por su ejecución, no sé qué es lo que lo va a hacer.
Dicho lo cual, es cierto que La noche más oscura presenta una visión chocantemente limpia y casi naif de la tortura. Las torturas de Bigelow son brutales pero justas en el contexto del filme, jamás gratuitas y siempre pautadas en base a una serie de reglas firmes, un quid pro quo que se le plantea al detenido de forma recta y concisa antes de empezar su interrogatorio. La película plantea tres dilemas morales que cualquier persona honesta intelectualmente debería responderse a sí misma por separado aunque la izquierda pretenda hacer trampa agrupándolos en una sola pregunta. Esos tres dilemas son la legitimidad, la necesidad y la eficacia. ¿Dice Bigelow que la tortura es legítima? No. ¿Dice Bigelow que la tortura es necesaria? Sí en circunstancias excepcionales como la de un atentado inminente. ¿Dice Bigelow que la tortura funciona? Sí. Pero no la pillarán con el arma humeante en la mano.
Si les interesa el tema más allá de la versión dramatizada de los hechos que presenta La noche más oscura pueden leer (en inglés) el artículo que el veterano agente de la CIA José A. Rodríguez, autor del libro Hard Measures: How Aggressive CIA Actions After 9/11 Saved American Lives, publicó hace apenas unos días en el Washington Post.
Sostiene José A. Rodríguez en su artículo que la película tergiversa algunos de los detalles sobre la investigación que condujo a la eliminación de Bin Laden. “Yo dejé la agencia en 2007 convencido de que el programa funcionó y de que eso no era tortura”, dice. Según este exagente de la CIA, la realidad fue mucho menos truculenta de lo que puede verse en la pantalla. Durante el “programa de interrogatorios mejorados” nadie fue golpeado ni herido. Todos los interrogatorios fueron monitorizados en tiempo real. A la mayoría de los detenidos ni siquiera se les aplicaron las llamadas técnicas de “interrogatorios mejorados”. Estas solo se aplicaron en casos excepcionales y durante unos pocos días, por regla general inmediatamente después de la detención del terrorista. Según Rodríguez, el collar de perro que aparece en la película jamás fue visto en una cárcel secreta de la CIA, sino en la de Abu Ghraib en Iraq, que estaba controlada por el ejército. La técnica de ahogamiento simulado o waterboarding se aplicó entre otros a tres terroristas confesos, Abu Zubaida, Khalid Sheik Mohammed y Abd al-Rahim al-Nashiri, y nunca tal y como se ve en la película, sino con el detenido recostado en una camilla y utilizando botellines de agua, no cubos. Según Rodríguez, miles de soldados del ejército de los EE. UU. pasan por los ahogamientos simulados como parte de su entrenamiento militar sin sufrir ningún tipo de trauma físico o psicológico posterior. No es lo que decía Christopher Hitchens, que aceptó someterse a un ahogamiento simulado para la revista Vanity Fair. Pueden ver el vídeo aquí. Su veredicto está claro: de simulado, nada. Tortura pura y dura.
Según Rodríguez, los ahogamientos de la CIA acabaron en 2003 y no en 2009 tras una orden de Obama, como mucha gente piensa. Además, el procedimiento de interrogatorio que puede verse en La noche más oscura (pregunta-negativa-tortura-pregunta-negativa-tortura) no es realista. Si los detenidos se negaban a contestar se les aplicaban técnicas como la privación de sueño o, en casos extremos, el ahogamiento simulado, siempre con la autorización de Washington. En cuanto el detenido se prestaba a colaborar, esas técnicas dejaban de aplicarse de inmediato. Rodríguez sostiene también que es falsa tanto la afirmación de que las técnicas de ahogamiento simulado no produjeron ningún resultado de inteligencia útil (uno de los principales argumentos de este artículo de Jane Mayer en el New Yorker o de este de Alex Gibney en el Huffington Post) como el de que fueron uno de los elementos esenciales de la investigación. La primera información fiable sobre el mensajero de Bin Laden llegó en 2004 a través de un detenido que no fue sometido a ahogamiento simulado. El nombre de Abu Ahmed al-Kuwaiti ya había aparecido antes, pero la CIA desconocía el papel central que este jugaba en la organización. Dicho papel central se confirmó cuando Khalid Sheik Mohammed, que sí había pasado por ahogamientos simulados, negó de forma rotunda conocer al mensajero, pero de una forma tan artificial que acabó por convencer a todo el mundo de que al-Kuwaiti era la clave para localizar a Bin Laden. Tras ese interrogatorio se interceptaron varios mensajes de Mohammed a otros detenidos instándoles a no decir nada sobre Abu Ahmed al-Kuwaiti. Rodríguez señala también varios errores infantiles que jamás cometería un agente de la CIA y que aparecen sin embargo en La noche más oscura, como llevar un pin de la agencia en la solapa del traje, hablar de operaciones en marcha en restaurantes abarrotados o el hecho de que un agente junior amenace a un superior con chantajearle si no accede a sus requerimientos.
Rodríguez, también habla de los aciertos de la película. En su opinión, la cooperación entre la CIA y las fuerzas especiales del ejército es fiel a la realidad, así como las técnicas de espionaje e investigación que pueden verse en pantalla. Entre ellas, informaciones de inteligencia a cargo de colaboradores de todo tipo, análisis por parte de expertos y escudriñamiento de imágenes captadas vía satélite o por medio de aviones espía. Rodríguez afirma además sin que nadie se lo pregunte que la labor principal en el centro contraterrorista de la CIA corrió a cargo de mujeres (no así la labor de campo). Y finaliza afirmando que el papel de Maya está exagerado y que la investigación no corrió a cargo de un pequeño núcleo de agentes, como parece deducirse de la película, sino de centenares. Entre ellos la agente Jennifer Matthews, que tuvo un papel esencial en la detención en 2002 de Abu Zubaida, uno de los expertos en logística de Al Qaeda, y que murió en un atentado suicida en 2009 en la base afgana de Khost. El papel de Jennifer Matthews es interpretado en la pantalla por Jennifer Ehle.
Pero el eje de La noche más oscura es el personaje de Maya. Aunque Bigelow ha mareado la perdiz declarando que la agente interpretada por Jessica Chastain es en realidad una amalgama de varios agentes de la CIA que tuvieron un papel relevante en la caza de Bin Laden, parece claro que Maya existe, que sigue trabajando en la CIA bajo una identidad secreta, que apenas tiene 30 años… y que no es especialmente sociable. “No es Mrs. Simpatía, pero la simpatía no va a encontrar a Bin Laden”, dice uno de los agentes citados por el Washington Post en el artículo enlazado. Si lo que se dice en el texto es cierto, Maya escribió un email a otros agentes de la CIA diciéndoles que no se merecían compartir el mérito de la operación con ella. Y eso tras recibir un premio por su trabajo. Quizá por ello la CIA pasó de largo por delante de su mesa cuando llegó el momento de promocionar a sus mejores agentes. Pero hasta sus detractores sostienen que su trabajo fue clave para encontrar a Bin Laden. La Maya real parece destinada a convertirse en un mito similar al de William Mark Felt, más conocida como Garganta Profunda, el famoso informador del periodista Bob Woodward en el caso Watergate.
La Maya de En la noche más oscura es bastante más cinematográfica que su hipotético modelo de la vida real, pero no más femenina o agradable. En una escena de la película, Maya interroga a uno de los detenidos. Entre ellos dos se sienta un bruto con una espalda capaz de invadir China por sí sola. El bruto es en realidad una simple extensión del brazo de Maya. Cuando el interrogatorio no ofrece los resultados esperados, Maya da un empujón al bruto y este reacciona de forma automática arreándole un puñetazo al detenido de los que hacen crujir las vertebras del espectador. Aquí el mazo es el bruto, pero la que golpea es Maya. Maya asiste luego, impávida, al ahogamiento simulado de ese mismo detenido. Maya es un ente andrógino y solitario, 100% asexuado, sin amigos, ni familia, ni pareja, ni amantes. No hay nada de femenino ni de humano en ella. Pero tampoco es un macho. Maya es pura obsesión, una “asesina”, como se la define en un momento de la película. Igual que el personaje del artificiero de primera clase William James que protagoniza En tierra hostil, un tipo para el que el horror de la guerra consiste en pasearse empujando un carrito por el supermercado junto a su mujer y que solo es feliz, que solo respira en libertad, cuando desactiva bombas en Iraq o están a punto de volarle la cabeza en algún desierto de mala muerte. Maya y William James son personajes para los que la vida convencional, la que vivimos la mayoría de nosotros, no es real, sino apenas un simulacro de realidad. La noche más oscura, como En tierra hostil, transcurre en un micromundo autocontenido y de reglas masculinas, visceral y de atmósfera monomaníaca en el que se sobrevive día a día. Un micromundo cuyo combustible es la adrenalina. Uno de los mensajes subyacentes en buena parte de la filmografía de Bigelow, y de forma muy especial en La noche más oscura y En tierra hostil, es que lo que la mayoría de los ciudadanos occidentales llamamos “la vida real” no es más que un Matrix en el que vegetamos hasta morir de puro asco. Lo de Bigelow, en este sentido, es cine de acción postmoderno. Porque los héroes modernos ya no son James Bond o Indiana Jones, sino ciudadanos reales, con nombres y apellidos. Los de los que cazaron a Bin Laden.
La última media hora de la película, la que muestra el asalto a la vivienda de Bin Laden por parte del equipo de Navy Seal, es, lisa y llanamente, una de las mejores escenas bélicas jamás vista en una pantalla de cine. Una escena bélica en la que apenas se llegan a disparar una docena de balas. Rodada en tiempo real, con el asesoramiento y la participación de miembros reales de los Navy Seal, dicha escena es una clase magistral de montaje, de ritmo y de tensión dramática que debería enseñarse en todas las escuelas de cine. Como dice Juan Pablo Arenas, periodista de Radio 5 RNE, “cuando las puertas vuelan al dinamitarlas se oye el ruido seco. Y el polvo disipándose. Nada más”. Y añade: “Me gustó también el contraste [de Maya] con la fiel y simplona infantería de los Navy Seal. Chavales jóvenes que no entienden de florituras filosóficas pero que también defienden la libertad a hostias. Porque la libertad también se defiende a hostias. […] Y que reaccionan como niños en Disneylandia cuando ven lo que han hecho. La mente selecta que encuentra al cabrón; el político que mide los tiempos y el soldado que ejecuta. Los tres niveles”. Los soldados se mueven soft and slow durante el asalto, de forma verosímil, sin pausa pero sin prisas, con contundencia, rompiendo esa convención del cine de guerra que habla de asaltos en tromba, mucho ruido y mucho disparo al buen tuntún. Cuando los soldados rematan a los ocupantes de la casa, mujeres incluidas, no hay ahí ni un ápice de venganza o de crueldad o de emocionalidad, sino pura y fría racionalidad. Apenas lo que es necesario hacer para evitar que un enemigo agonizante pueda hacer estallar un chaleco bomba. Mención aparte merece el sonido no solo de esta escena, sino de toda la película: las explosiones suenan atronadoras, los disparos tajantes, los cuerpos al caer rotundos. Cuando los rotores de los helicópteros empiezan a girar parece que la sala entera del cine vaya a venirse abajo como si fuera papel.
La obsesión por el detalle de Bigelow llegó hasta el punto de instalar en las cámaras el mismo filtro de visión nocturna que utilizan los operadores de las fuerzas especiales en vez de añadir ese efecto en postproducción, como suele hacerse de forma habitual. Lo que puede verse en pantalla es lo mismo que ve a través de su visor un soldado de las fuerzas especiales. También los dos helicópteros que se pueden ver en el filme, una versión modificada y secreta de los habituales Black Hawk, reproducen, a partir de fotografías proporcionadas por la CIA, los hipotéticos helicópteros reales utilizados en la operación. Lo cual no ha sentado nada bien en las altas esferas de Washington y de forma muy particular en el Senado, que acusa a la directora de haber recibido información clasificada acerca de la operación militar más importante de la historia reciente de los EE. UU. En este post, un fotógrafo experto en aviación militar analiza una imagen en la que puede verse uno de los dos helicópteros utilizados en el filme. Su veredicto es claro: a pesar de algunos detalles incoherentes que solo un experto detectaría, como el color del fuselaje, el helicóptero es verosímil. Los helicópteros reales utilizados en la operación no debieron de ser muy diferentes del que se ve en esta foto, rotores incluidos.
Si quieren más información detallada sobre el asalto de mano de uno de los soldados que participó en él, háganse con el libro Un día difícil de Mark Owen. O lean la crítica publicada en Jot Down sobre el libro original en inglés cuando este aún no había sido traducido al español. Háganse también con la banda sonora de Alexandre Desplat, otra obra maestra del compositor francés, superior incluso a la BSO compuesta por el mismo Desplat para Argo. Del cartel de la película (el fantástico original y la versión tontuna finalmente escogida por la productora) ya les ha hablado Adrián Ruíz-Mediavilla en esta misma revista.
Y por cierto, Zero Dark Thirty, el título original de la película, es el código militar utilizado para las 00:30, la hora del asalto a la vivienda de Bin Laden (y más coloquialmente, el término utilizado por algunas ramas del ejército de los EE UU para cualquier hora intempestiva de la madrugada). Que dios se apiade del alma del hotentote que ha decidido titular la película La noche más oscura, uno de esos títulos horrendos, horteras y paletos sin relación alguna con el contenido de la película con los que los genios de las distribuidoras hispanas suelen castigarnos a los aficionados al cine de este país.